Su muerte fue tan fea como ella misma, verdaderamente horrorosa y sin embargo para nada sorprendente para quienes tuvieron la desgracia de conocerla. La había ido construyendo día a día, poco a poco, a su imagen y semejanza, a fuerza de mezquindades y arrogancia, la rego con resentimiento y la abono con saña. La razón de todo esto tal vez estuviese en su propio aspecto, ese que alejaba a las personas, en medio de una repulsa indisimulable, invitándolas a la lejanía. Se llamaba Eva, pero como es de suponer todos le decían la fea, algunos incluso la horrorosa. Seca y contrahecha, infeliz constructora de insatisfacciones y de perdidas, se fue quedando sola con los años y como los muebles fue acumulando polvo, llenándose de moho y podredumbre. Un 15 de diciembre se dio cuenta de que empezaba a descomponerse y apestar cuando sintió el líquido amarillo y putrefacto rodando por su entrepierna, llevándose con su llegada las ganas de comer y respirar. Lenta pero sistemáticamente fueron aflojándosele los dientes, hundiéndosele los ojos, marchitándosele la piel. Perdió el pelo, se le seco la boca, sus mejillas se sumieron y el cuero a su esqueleto se pego. Los vecinos que nunca antes habían frecuentado su hogar, ahora comenzaron a evadirlo, solo un día en plena tarde unos niños ociosos por error osaron asomarse al umbral para jugar una broma quedando petrificados al descubrir tras el cristal de la ventana, el empolvado esqueleto reclinado en la mesa. Si Eva fue una fea mujer a quien le cupo en suerte una muerte en realidad muy fea.