jueves, 30 de junio de 2011

LIBERACIÓN

LIBERACIÓN
Para William Betancourt,
Mi padre y mayor filósofo,
con todo mi amor
Tenía los ojos abiertos pese a la obscuridad, pero eso no era de extrañar. Llevaba años así, inmerso en un insomnio permanente.
Empezaba a amanecer, vio la sombra de su amigo tumbado a los pies del camastro y un esbozo de sonrisa se dibujó en su rostro. Era ¡tan joven!, no como él, a quien la vida le pesaba en el cuerpo y en el alma, en el hígado y el corazón; pues a pesar de haberse propuesto pensar, antes que sentir, debía aceptar que los sentimientos muchas veces habían ganado la batalla.
Un rayo de luz le llevó a decirse que aún era tiempo para cambiar su decisión. Irse sería en apariencia lo más conveniente, pero él nunca se había guiado por tal criterio, más bien por su contrario, de ahí que no lo hiciera. Pensar la sola posibilidad le daba nauseas, no se marcharía jamás, así nadie lo entendiese, sobre todo ella. Recordó a la mujer, sus lágrimas, la amargura que enturbiaba su mirada y que debería encarar más tarde cuando fuera a despedirse. El gesto de tristeza fue inmediato. Pobrecilla, pensó, cuán sola y perdida estaría de ahora en adelante, cuánto habría de sufrir y qué insoportable sería su dolor para  quienes la rodearan. Rió con algo de sorna al imaginar la situación. Por la vida práctica no se preocupaba, de ella se encargarían los amigos; hacia años ya que venían haciéndolo. ¡No!, lo difícil sería no estar juntos después de tantos años. Nadie lo entendería, ¿cómo hacerlo? Para muchos él era la víctima de este ser grosero e inconsecuente, que no dudaba en manotear e insultar a todos cada vez que se sentía alterada, cosa que pasaba casi a diario . No eran pocas las miradas de lástima que por esta causa él recibía; hubo incluso quien pensó que soportarla era una suerte de expiación filosófica, una ruta a la virtud. Lo que muy pocos conocían  era cuanto la amaba y cuán ligera había sido para él aquella carga, de qué modo fueron convenientes sus exabruptos; sobre todo porque ella decía aquello que él debía callar. Ella llamaba a su risa, afilaba su lengua y su razón, gracias precisamente a aquella irracionalidad que era tan suya y que, vista de un cierto modo, casi podría decirse razonable. Cuán perdido habría estado él si no la hubiese hallado en su camino, si ella nohubiera guiado sus pasos por este mundo que a él tan poco le importaba; si ella no lo liberara frecuentemente del peso de sus propias dudas y reflexiones, de la difícil prisión de su sabiduría. Ella había sido ese perro fiel que se lame las heridas sin dejar de gruñir y ladrar, ese al que no espantan los bastonazos que se le dan,  ni los terrones que se le tiran. Aquel  que todo lo soporta: el hambre, las pedradas y los golpes, que haciendo oídos sordos a las quejas que sobre él se emiten, te sigue haciendo menos duras las horas de penuria. Que se echa a tu lado al caer la noche con un gesto que solo en él puede llamarse compasivo. Era precisamente esa gran ternura la que siempre los había unido, ese ser cómplices entre los cómplices, compañeros eternos, complementos perfectos, como lo fuera la alegría de la tristeza, la ignorancia de la sabiduría o el error de la virtud. Ella y solo ella le había amado tal como él era, frágil, débil, un hombre apenas más prudente que los otros y tan solo algo más sabio. Ahora quedaría sumida en su soledad, eso lo sabía, esta última y final traición la desbordaría por completo y no sería posible hacerse más el sordo. Sintió las lágrimas corriendo por sus mejillas e intentó pasar el trago amargo, pero lo pastoso de su boca y el nudo en la garganta se lo impidieron. Era el dolor de la ausencia presentida, esa que se le develaba insoportable. La extrañaría más que a la luz del sol, lo sabía, allí en medio de las sombras venideras la anhelaría a su lado, tanto como ahora.
Frotó sus pies, nuevamente adoloridos e hinchados por los grilletes, pensó en este otro detalle, que irónicamente también había ignorado al desafiar a los jueces y su condena, ¡ah! ¡Cómo ama la parca reírse de la filosofía!
Helios y Eos, la de los rosados dedos, culminaban su tarea, la luz irrumpía dentro de la sombría estancia aclarándolo todo, miró ese nuevo amanecer sin nostalgia. No, no sería esta vida lo que extrañaría. Dejó salir una plegaria de sus labios para pedir a la divinidad le otorgase también a él el privilegio de esa luz. Especialmente cuando llegasen los amigos, tan queridos y tan pertenecientes. Ya no serían ellos quienes habrían de seguirle para entrar en la profundidad del diálogo, no se someterían más a las inclementes preguntas de su aguda ironía. Más bien, de ahora en más sería el quien les seguiría, no como sombra, que ni siquiera en dicha forma estaba dispuesto a abandonar Atenas, más bien como recuerdo o pertenencia. Si, ellos serían de ahora en adelante dueños universales de su legado, tanto de su vida como de su muerte, de su pensar, de su decir, del Mythos que seguramente erigirían en su honor o detrimento. Serían los últimos testigos de lo que fuera su existencia; ellos, no sus hijos, contemplarían sus últimos momentos y guardarían para sí la final exhalación con la que partiría su alma. De ahora en adelante habrían de ser Sócrates, se dijo y suspiro aliviado ante esta revelación liberadora; rió al constatar como finalmente la divinidad se compadecía de quien fuera su siervo y su profeta. Liberado, extendió los brazos, relajó los músculos de su agotado cuerpo, se tendió en la cama y tras muchos años de insomnio se durmió.

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