Sembraron su dolor, dejaron que
la tierra lo acunase, le permitieron germinar e incluso florecer; no fue un
acto de generosidad, apenas uno de aceptación y reconocimiento. El mal estaba
hecho, los muertos, los heridos, los dolientes y desaparecidos, seguían mirando
desde un horizonte ciego de esperanza. No podían marcharse, tampoco les estaba
concedido el olvido, no más Macondo, lo único que tenían era permanecer juntos,
aprender porque de lo contrario la lección seria aún más dura, más terrible.
Entretanto los girasoles se elevaban de la tierra buscando un nuevo sol, uno
que por fin anunciara esperanza, que naciera de los corazones bondadosos, del hambre
insaciable de justicia, del carácter recio, capaz de hacer lo necesario, de la
disposición a abrir los ojos y a mirarse en el espejo de la verdad. Anselm Kiefer, Girasoles, Gilma Betancourt,
Texto.

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