La
pequeña hada madrina se levantó del suelo, sacudió el polvo que afeaba su
vestido y vio con pesar sus zapatillas llenas de barro. La varita antes
relampagueante, ahora apenas si titilaba, a punto defenecer, tal cual la esperanza en los ojos de su dueña. Se secó
las lágrimas que corrían por sus mejillas y sintió ganas de borrarse y
desaparecer. Recordó las sabias palabras de las hadas maestras “La propia compasión tiene límites, no es
posible transformar la esencia de las gentes”. Verdad amarga que ella
tantas veces había desatendido.
Ahora
vuelta la vista de nuevo a la evidencia de su fracaso, recogió su famélica
ilusión, se envolvió en un reconfortante manto de orgullo y volvió a ver de
nuevo al pequeño sapo, antes de que éste desapareciera definitivamente,
sumergiéndose de nuevo en su charca. ¡Sí! El retornaba a los suyos, sapos y renacuajos. De la estampa del otrora príncipe,
no quedaba nada.
Pensó
en cual difícil debió resultarle a él cargar con tal dignidad. ¡Pobre!, era
mejor así, dejarlo en libertad, permitir que se fuera. Recordó entonces sus
últimas lágrimas humanas, aquella declaración de rendición cuando le pidió lo liberara y lo
dejara volver a su antigua condición de sapo. Pensó de nuevo en su pobre tarea
como hada y se paró dispuesta al retiro y a colgar para siempre las
transparentes alas. Pero entonces, en ese mismo instante, lo vio. Era otro
bello y verde sapo, que croando salto en su dirección, procedente de la charca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario