sábado, 25 de octubre de 2014

EL ANTIOQUEÑO

Se llamaba Luis Eduardo, había nacido en Abejorral Antioquia en el centro de Colombia. Como buen antioqueño era trabajador. Estaba hecho a levantarse en la madrugada antes de que clareara el sol, a trabajar con honradez y empeño, a decir la verdad, creer y hacer lo que Dios manda. Siendo aún niño dejó la casa paterna por un altercado que tuvo con su padre, debido a la venta que él había hecho de los cueros de unas reses que se desbarrancaron. La cuestión era que su papá le había alquilado unos terrenos a don Manuel y éste tenía en ellos unas reses, dos de las cuales se mataron. Luis Eduardo se dio cuenta del hecho y le preguntó a don Manuel qué iba a hacer al respecto, a lo que éste le dijo que nada. Entonces él le pidió permiso para quitarles los cueros curtirlos y venderlos. A lo que el señor dijo que sí.
El muchacho así lo hizo y luego de que los vendió, se fue muy contento para su casa con el producido de su trabajo. Su papá, sin embargo no se mostró para nada satisfecho, todo lo contrario, lo regaño y le dijo que él tenía que entregarle el dinero a don Manuel porque este era el dueño de los animales, a lo que Luis Eduardo se negó, alegando que aquel se los había dado y que por demás de no ser por él los cueros se habrían perdido. El padre replicó que no importaba, tenía que hacerlo porque eso era lo correcto y porque lo mandaba él. De poco sirvieron entonces las lágrimas de su madre o las palabras de don Manuel en su favor, nada lo iba a hacer ceder. Ante esto Luis Eduardo dijo que no estaba dispuesto a obedecer y que prefería irse de la casa antes que perder su trabajo. Su padre oyéndolo replico: “Mija, organícele las cosas a este muchacho que se va y denle una mula para que se las lleve”; quizás pensó que a la corta edad de Luis Eduardo éste se iba a asustar, pero el muchachito de doce años, no solo se marchó sino que, además, antes de hacerlo prometió no volver hasta no traer una recua de mulas propias por delante.
Se fue para Medellín donde estaban sus hermanos, al llegar allí mandó devolver la mula y se puso con ayuda de ellos a trabajar en la construcción del ferrocarril de Antioquia. Empleo en el que permaneció algunos años, luego de los cuales se dio a la tarea de comerciar, llegando con su negocio hasta el norte del Valle, primero a Cartago y luego a San José, en las vecindades de la Victoria. Allí, finalmente, se estableció y puso una tienda que el mismo se ocupaba de atender.
Estando allí en San José, la conoció. Ella se llamaba Emma, pese a que la habían bautizado María, porque el cura decía que Emma no era nombre cristiano y se llamaba así porque el papá de ella, don Gregorio Delgado, dueño de la hacienda de las Arditas, dijo que lo dejaba sin cuidado lo que el cura hubiera dicho, así que una vez pasó el bautizo, dijo en voz alta, para que todo el mundo oyera, ¡Se llama Emma! , sobra decir que desde ese día todos le dijeron así. Era alta y delgada, tenía la piel muy blanca y los ojos verdes. Muchos la habían pretendido, pero ella, niña consentida de su padre, aún no había escogido a ninguno. En el pueblo se decía que era mimada, porque don Gregorio le tenía una criada para ella sola, misma que la acompañaba a todas partes sosteniéndole la sombrilla para evitar que el sol le quemase la piel de porcelana que la caracterizaba. También decían que era caprichosa, porque siempre que llegaba desde Cartago el mercader con telas nuevas, el padre la llamaba para que ella escogiera de primera; antes incluso de que sus hermanas – que eran mayores – pudieran siquiera verlas.
Pero él pronto se dio cuenta de que no era así. Sino que, por el contrario, era justa, generosa, juiciosa y buena. De modo que antes de darse cuenta se enamoró perdidamente de Emma. Por su parte ella también lo había visto y había comenzado a interesarse en él. Le gustaba que fuera honrado y trabajador, verlo siempre en misa y saber que era culto y educado. No en balde las gentes decían que antes de venirse de Abejorral, su tierra, se había leído todos los libros que había en la biblioteca del pueblo. Igualmente le gustaban a Emma el talante y gallardía de Luis Eduardo, pero sobre todo la atraía la cortesía y finesa con que siempre la trataba y el modo en que la atendía. Así que cuando menos se pensó ya estaban en amores. Él la visitaba en la hacienda, donde ella lo recibía siempre con una sonrisa.
Contrario a lo que muchos pensaron, don Gregorio consintió la relación. Cansado como estaba de sobrellevar la desgracia de sus hijas mayores, casadas en su mayoría con hombres ricos, que les dieron mala vida y convencido por la forma como ella replicaba cada vez que alguien con sorna le preguntaba qué iba a hacer ella, que siempre había sido tan consentida, cuando Luis Eduardo no pudiera darle la vida a la que estaba acostumbrada. Lo maravillaba el que ella siempre les dijera “si no tenemos más que pan y agua que comer, pan y agua comemos los dos”, “si no tenemos nada que comer, pues no comemos nada, y si nos faltan cobijas tampoco importa, que para eso tendremos amor de sobra para cobijarnos si nos da frío”. Por eso la dejó casar con él, aunque no fue a la boda porque dijo nadie la iba a poder querer jamás como él la quería. Muchos años después, sin embargo, le diría a ella: “Hija, yo quiero al antioqueño, porque él te quiere como te quiero yo”.

Y acertó don Gregorio, puesto que ambos se quisieron sin reparos la vida entera. Más de sesentaicinco años, once hijos, ocho vivos y tres muertos, pasaron por su historia sin hacerle mella a ese amor. Por el contrario lo acrecentaron. Siempre daba gusto verlos, especialmente en medio de las dificultades, cuando Luis Eduardo se enojaba, renegaba y maldecía. Entonces ella en lugar de emparejarse con él o de oponerse a su malgenio, le daba la razón. Luego cuando él se calmaba, ella iba, se sentaba a su lado y dulcemente lo hacía entrar en razón. No en vano todos sabían que si algo se dañaba en la casa y había que arreglarlo, la fórmula mágica para evitar que Luis Eduardo se enojara con todos, era que cuando él preguntara ¿y esto quien lo daño? Ella le dijera ¡Fui yo! Entonces él se aplacaba, sacaba el dinero y lo mandaba a arreglar sin chistar.
Viviendo así, de ese modo, los encontró la vejez como en los primeros días tomados de la mano. Ella preparando las colaciones que él habría de comerse al medio día. Eligiéndolas cuidadosamente, sin importar que la mano le temblase o que debiera acompañarse del bastón para podérselas llevar. Él cuidándola sin cesar, acompañándola a todas partes. Bien fuera a la iglesia, bien al solar, a las tres de la mañana, cuando la demencia senil hiciera mella en Emma. Entonces se quedaba allí, parado a su lado hasta que ella decidiera volverse a ir a acostar. Si alguno le preguntaba si esto le costaba trabajo, dada su avanzada edad, él sin dudarlo decía que no, porque ella era su vida entera, y para el atenderla era un gusto, un privilegio, una satisfacción. Lo que muchas veces él no supo, porque ella no quería que lo supiera, era lo mucho que ella valoraba todos y cada uno de sus gestos, aunque estos pudiesen incomodarle.
Como la molestaba el que en las noches de calor él la arropase luego de que ella se quitara la cobija, sin embargo nunca se lo llego a decir, la razón, confeso no era otra que tener consciencia de que él lo hacía como una atención. Esa quizás no otra fue la razón del éxito de su amor, la delicada ternura con la que este se tejió.
Cuando ella se murió todos pensaron que el Antioqueño se iría con ella; pero no, no lo hizo, por el contrario se quedó. La sobrevivió seis años durante los cuales ni un solo domingo faltó al cementerio. Tal vez solo en sus últimos días, cuando ya no pudo pararse de la cama, dejó de hacerlo. ¿A que iba si ella ya no podía verlo? Se preguntaban hijos y nietos, pero no se atrevían a cuestionárselo, porque lo conocían de antaño y sabían de sobra sobre su malgenio. Él no les decía nada, porque no lo consideraba necesario, pero si alguno se lo hubiese preguntado le habría dicho que iba para seguir haciendo lo que siempre había hecho desde que la conociera, cuidar de ella y atenderla. Por eso llevaba a su tumba los claveles rosados que a ella le gustaban tanto, hacia pulir la lápida para que estuviera limpia, y le dejaba saber con su presencia que un amor de esos, como el que ellos sintieran ni siquiera la muerte lo detiene.

EL ANTIOQUEÑO



Se llamaba Luis Eduardo, había nacido en Abejorral Antioquia en el centro de Colombia. Como buen antioqueño era trabajador. Estaba hecho a levantarse en la madrugada antes de que clareara el sol, a trabajar  con honradez y empeño, a decir la verdad, creer y hacer lo que  Dios manda. Siendo aún niño dejó la casa paterna por un altercado que tuvo con su padre, debido a la venta que él había hecho de los  cueros de unas reses que se desbarrancaron. La cuestión era que su papá le había alquilado unos terrenos a don Manuel y éste tenía en ellos unas reses, dos de las cuales se  mataron. Luis Eduardo se dio cuenta del hecho y le preguntó a don Manuel qué iba a hacer al respecto, a lo que éste le dijo que nada. Entonces él le pidió permiso para quitarles los cueros  curtirlos y venderlos. A lo que el señor dijo que sí.
El muchacho así lo hizo y luego de que los vendió,  se fue muy contento para su casa con el producido de su trabajo. Su papá, sin embargo no se mostró para nada satisfecho, todo lo contrario, lo regaño y  le dijo que él tenía que entregarle el dinero a don Manuel porque este era el dueño de los animales, a lo que Luis Eduardo se negó, alegando que aquel se los había dado y que por demás de no ser por él los cueros se habrían perdido. El padre replicó que no importaba, tenía que hacerlo porque eso era lo correcto y porque lo mandaba él. De poco sirvieron entonces  las lágrimas de su madre o las palabras de don Manuel en su favor, nada lo iba a hacer ceder. Ante esto Luis Eduardo dijo que no estaba dispuesto a obedecer y que prefería irse de la casa antes que perder su trabajo. Su padre oyéndolo replico: “Mija, organícele las cosas a este muchacho que se va  y denle una mula para que se las lleve”; quizás pensó que a la corta edad de Luis Eduardo éste se iba a asustar, pero el muchachito de doce años, no solo se marchó sino que, además, antes de hacerlo prometió no  volver hasta no traer  una recua de mulas propias por delante.
Se fue para Medellín donde estaban sus hermanos, al llegar allí mandó devolver la mula y se puso con ayuda de ellos a  trabajar en la construcción del ferrocarril de Antioquia. Empleo en el que permaneció algunos años, luego de los cuales se dio a la tarea de comerciar, llegando con su negocio hasta el norte del Valle, primero a Cartago y luego a San José, en las vecindades de la Victoria. Allí, finalmente, se estableció y puso una tienda que el mismo se ocupaba de atender.
Estando allí en San José, la conoció. Ella se llamaba Emma, pese a que la habían bautizado María, porque el cura decía que Emma no era nombre cristiano y se llamaba así porque el  papá de ella, don Gregorio Delgado, dueño de la hacienda de las Arditas,  dijo que lo dejaba sin cuidado lo que el cura hubiera dicho, así que una vez  pasó el bautizo, dijo en voz alta, para que todo el mundo oyera, ¡Se llama Emma! , sobra decir que desde ese día todos le dijeron así. Era alta y delgada, tenía la piel muy blanca y los ojos verdes. Muchos la habían pretendido, pero ella, niña consentida de su padre, aún no había escogido a ninguno. En el pueblo se decía que era mimada, porque don Gregorio le tenía una criada para ella sola, misma que  la acompañaba a todas partes sosteniéndole la sombrilla para evitar que el sol le quemase la piel de porcelana que la caracterizaba. También decían que era caprichosa, porque siempre que llegaba desde Cartago el mercader con telas nuevas, el padre la llamaba para que ella escogiera de primera; antes incluso de que sus hermanas – que eran mayores – pudieran siquiera verlas.
Pero él pronto se dio cuenta de que no era así. Sino que, por el contrario, era justa, generosa, juiciosa y buena. De modo que antes de darse cuenta se enamoró perdidamente de Emma. Por su parte ella también lo había visto y había comenzado a interesarse en él. Le gustaba que fuera honrado y trabajador, verlo siempre en  misa y saber que era  culto y educado. No en balde las gentes  decían que antes de venirse de Abejorral, su tierra, se había leído todos los libros que había en la biblioteca del pueblo. Igualmente le gustaban a Emma el  talante y gallardía de Luis Eduardo, pero sobre todo la atraía la cortesía y finesa con que siempre la trataba y  el modo en que la atendía. Así que cuando menos se pensó ya estaban en amores. Él la visitaba en la hacienda, donde ella lo recibía siempre con una sonrisa.
Contrario a lo que muchos pensaron, don Gregorio consintió la relación. Cansado como estaba de sobrellevar la desgracia de sus hijas mayores, casadas en su mayoría con hombres ricos, que les dieron mala vida y convencido por  la forma como ella replicaba  cada vez que alguien con sorna le preguntaba qué iba a hacer ella, que siempre había sido tan consentida, cuando Luis Eduardo no pudiera darle la vida a la que estaba acostumbrada. Lo maravillaba el que ella siempre les dijera  “si no tenemos más que pan y agua que comer, pan y agua comemos los dos”, “si no tenemos nada que comer, pues no comemos nada, y si nos faltan cobijas tampoco importa, que para eso tendremos amor de sobra para cobijarnos si nos da frío”. Por eso la dejó casar con él, aunque no fue a la boda porque dijo nadie la iba a poder querer jamás como él la quería. Muchos años después, sin embargo, le diría a ella: “Hija, yo quiero al antioqueño, porque él te quiere como te quiero yo”.


 Y acertó don Gregorio, puesto que ambos se quisieron sin reparos la vida entera. Más de sesentaicinco años, once hijos, ocho vivos y tres muertos, pasaron por su historia sin hacerle mella a ese amor. Por el contrario lo acrecentaron. Siempre daba gusto verlos, especialmente en medio de las dificultades, cuando Luis Eduardo se enojaba, renegaba y maldecía. Entonces ella en lugar de emparejarse con él o de oponerse a su malgenio, le daba la razón. Luego cuando él se calmaba, ella iba, se sentaba a su lado y dulcemente lo hacía entrar en razón. No en vano todos sabían que si algo se dañaba en la casa y había que arreglarlo, la fórmula mágica para evitar que Luis Eduardo se enojara con todos, era que cuando él preguntara ¿y esto quien lo daño? Ella le dijera ¡Fui yo! Entonces él se aplacaba, sacaba el dinero y lo mandaba a arreglar sin chistar.
Viviendo así, de ese modo, los encontró la vejez como en los primeros días tomados de la mano. Ella preparando las colaciones que él  habría de comerse al medio día. Eligiéndolas cuidadosamente, sin importar que la mano le temblase o que debiera acompañarse del bastón para podérselas llevar. Él cuidándola sin cesar, acompañándola a todas partes. Bien fuera a la iglesia, bien al solar, a las tres de la mañana, cuando la demencia senil hiciera mella  en Emma. Entonces se quedaba allí, parado a su lado hasta que ella decidiera volverse a ir a acostar. Si alguno le preguntaba si esto le costaba trabajo, dada su avanzada edad, él sin dudarlo decía que no, porque ella era su vida entera, y para el atenderla era un gusto, un privilegio, una satisfacción. Lo que muchas veces él no supo, porque ella no quería que lo supiera, era lo mucho que ella valoraba todos y cada uno de sus gestos, aunque estos pudiesen incomodarle.
Como la molestaba el que en las noches de calor él la arropase luego de que ella se quitara la cobija, sin embargo nunca se lo llego a decir, la razón, confeso no era otra que tener consciencia de que él lo hacía como una atención. Esa quizás no otra fue la razón del éxito de su amor, la delicada ternura con la que este se tejió.
Cuando ella se murió todos pensaron que el Antioqueño se iría con ella; pero no, no lo hizo, por el contrario se quedó. La sobrevivió seis años durante los  cuales ni un solo domingo faltó al cementerio. Tal vez solo en sus últimos días, cuando ya no pudo pararse de la cama, dejó de hacerlo. ¿A que iba si ella ya no podía verlo? Se preguntaban hijos y nietos, pero no se atrevían a cuestionárselo, porque lo conocían de antaño y sabían de sobra sobre su malgenio. Él no les decía nada, porque no lo consideraba necesario, pero si alguno se lo hubiese preguntado le habría dicho que iba para seguir haciendo lo que siempre había hecho desde que la conociera, cuidar de ella y atenderla. Por eso llevaba a su tumba los claveles rosados que a ella le gustaban tanto, hacia pulir la  lápida para que estuviera limpia, y le dejaba saber  con su presencia que un amor de esos, como el que ellos sintieran ni siquiera la muerte lo detiene.