Hacía ya mucho tiempo que Cristina
deseaba tomarse unas buenas vacaciones. No de esas que se comparten en familia
con marido e hijos a bordo, descansando
en la playa o jugando a saltar las olas. Tampoco de las de irse con
amigas de paseo a algún lugarcito de esos gloriosamente arrebatadores, de
capillita al centro de una colina y venta de artesanías coloridas en los
alrededores de la plaza, ¡No! Cristina
quería unas vacaciones diferentes.
Unas en las que no hubiese
horarios, ni cuentas por pagar. Que implicaran no tener que ser
responsable por nada ni por nadie. Sin ninguna voz señalando “hay que
hacer esto” o “hay que hacer aquello”. Sin nadie preguntando “¿Dónde están mis
medias? o ¿Trajiste el bloqueador Cristinaar? ¡Sí! Las vacaciones que quería Cristina
eran muy, muy diferentes de las acostumbradas. Porque lo que Cristina quería
era ¡Irse de vacaciones sin ella! Sin la educación que le dieran madre, tías y
abuelas. Sin la voz de la conciencia que le inculcaran las monjas del colegio.
Sin el amor por sus hijos y su marido, vuelto responsabilidad, cuidado y compromiso. Sin culpas ni remordimientos.
Sin más deber que el de descansar, tirada sobre la cama de un buen hotel, sin
tener que hacer nada más que permanecer
allí por horas mirando al techo, haciendo bombas de chicle o bebiendo té helado frente al televisor.
Así que pensando en esto, tomó
sus llaves, las echó en el bolso, y escribió una nota que decía: “Querido
Tomás, me voy. Vuelvo el domingo. Dejo comida suficiente en la nevera. Los
niños están donde mi madre. No te
preocupes por mí, que yo tampoco voy a hacerlo. Ni intentes llamarme,
porque me he dejado el celular en casa.
Estoy bien, a decir verdad dudo que pueda llegar a estar mejor. Me
voy unos días de vacaciones. Te amo. Cristina”
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